Por: Gonzalo Molina Arrieta
Los dioses se preocupan porque el cielo ha empezado a perder sus encantos, la noche se ha tornado tenue, las estrellas ya no adornan sus altares, el viento se ha vuelto silencioso, cansado, no acaricia las hojas de los árboles y la melodía de sus encantos se termina. Un viejo de unos ochenta años, sentado frente a la puerta de su casa observa, observa como el calor aumenta cada día, ni los perros para dormir buscan ya los rincones de la casa o la parte de abajo de la cama, los perros se ven obligados a pelear con los niños en la calle los espacios, a tomar el agua en las alcantarillas o en la taza del inodoro, a disputarse con los pordioseros la comida. Extraña la rana que todas las tardes cantaba en el papayo despidiendo el sol, hace días que no la escucha; ahora los ratones y las ratas son los reyes de la fauna, las mariposas de colores cedieron su trono alegre a las cucarachas. Para él la agonía cotidiana, el ambulante desespero aumenta con la historia. En su asfixiante vivienda citadina son las doce, el sol produce traquidos en el techo, mientras hijos e hijas frente al televisor lloran con una novela, como si fuera su vida la que estuviera en juego. El viejo observa, se inquieta, desespera, se le hace un nudo en la garganta, al instante recuerda y lo alienta una esperanza. Con prisa como obligado a cumplir una cita con el tiempo se dirige a un baúl sepultado en la esquina de su cuarto, coge una rula, calabazo en mano, mira el horizonte y sale pronunciando una frase que se le escapa entre tabaco y chapa, . Nadie se despega del televisor, Solo un niño, un niño con antifaz que juega con un cohete y una pistola plástica se levanta del piso, intenta dos pasos y se cae, gatea hasta la reja de la puerta, pega sus juguetes al cuerpo, liberando una mano, y con una lagrima en los ojos , balbuceando le dice: abu, abuelito, abuelito adiós.
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